
El escritor y dibujante Nazario Luque, fotografiado a finales de 2021 en el Centro Andaluz de Arte Contemporáneo (CAAC).
Nazario documenta la Barcelona marginal
El dibujante e ilustrador sevillano aborda en el último tomo de sus memorias los estragos causados por la vejez a través de su relación con un grupo de mendigos de la Plaza Real de Barcelona
Cuando a mediados de los años setenta la contracultura se hizo sitio en Barcelona y despuntaba al compás de una generación de jóvenes con apetito libertario, Nazario Luque (Castilleja del Campo, Sevilla, 1944) ya se había confeccionado su propia condición de extraño. Estaba en el ajo, pero sin excesivo ánimo de tribu, a lo suyo, dibujándose de otro modo dentro de aquella fiesta abarrotada que tenía por límite el mar por abajo y la Plaza de Cataluña por arriba.
Nazario siempre combinó el hedonismo con una vocación de margen. Firmó algunas de las páginas más memorables del cómic underground español y, poco a poco, fue desarrollando un ánimo de retiro a la vez que quemaba etapas creativas e intelectuales, de la pintura hiperrealista a la fotografía. Sus placeres están hoy en gozos más quietos: convertido en el cronista-voyeur de la Plaza Real, donde reside, vive entregado a destilar recuerdos y vivencias, volcado en la escritura confesional.
El libro Crónicas del gran tirano es el último capítulo de su ya amplia obra autobiográfica. Espoleado, en esta ocasión, por las muertes de su compañero a lo largo de treinta y seis años, el escultor Alejandro Molina, y meses más tarde de su único hermano, Francisco, cuatro años menor, al que le unía una estrecha amistad, el escritor y dibujante narra su extravagante relación con un grupo de indigentes que beben, fuman, delinquen y piden limosna en los alrededores de su domicilio.

Portada del libro ‘Crónicas del gran tirano’
“Yo los había estado observando como se observan los animales de un zoológico. Los había fotografiado, les había hecho vídeos y los había archivado como haría un coleccionista de mariposas exponiéndolas en una vitrina”, anota el dibujante en el volumen publicado por Anagrama. “Todos ellos –añade– parecían haberse extraviado en un momento dado de sus vidas hasta acabar en aquella plaza como habrían podido recalar en cualquier otra”.
Sin embargo, el creador de Anarcoma, que nunca les había dirigido una palabra, temeroso de que cualquier encuentro pudiera crear entre ellos un vínculo del que se pudiera arrepentir, se aventuró una mañana de verano a hablar con Helga, Moisés, Omar y Mich, el gran tirano, un marroquí alcohólico que vivía postrado en una silla de ruedas. Un comentario –de todo punto banal, sobre por qué uno de ellos se había afeitado la barba– le abrió de par en par las puertas de la actual Barcelona marginal.
“Los grandes problemas cotidianos de esta comunidad se reducían a la falta de dinero: dinero para comprar vino, tabaco, pan o alguna lata de sardinas, pilas de transistor o cualquier pequeño capricho. Y la forma de conseguirlo era pidiendo”, se lee en las páginas de Crónicas del gran tirano, la cuarta entrega de sus memorias tras La vida cotidiana del dibujante underground (2016), Sevilla y la Casita de las Pirañas (2018), ambas publicadas por Anagrama, y Un pacto con el placer (Laertes, 2021).
Los tres tomos de las memorias de Nazario, expuestos en una vitrina Centro Andaluz de Arte Contemporáneo (CAAC).
Empujado a este reverso de las postales turísticas de la capital catalana, recoge con voluntad exhaustiva el día a día de Helga, Moisés, Omar y Mich en los soportales de la Plaza Real y sus idas y venidas por albergues, hospitales y centros de desintoxicación, al tiempo que desliza algunas confidencias sobre sus amantes esporádicos o su vieja adicción al alcohol (confiesa que durante años ingería unos tres o cuatro litros de cerveza por la mañana y unos cinco o seis gintonics por la tarde).
Nazario se revela aquí de nuevo como un escritor secreto, asomado entre los visillos de su vivienda o a paso veloz por los soportales de la Plaza Real, que dice lo que lo que siente o que recuerda lo vivido sin detenerse en adornos o imposturas, buscando la fuerza de la sinceridad y la expresión que brota espontánea, clara y diáfana. Agarrado a su persistente oficio de ojeador, logra en estas páginas el extrañísimo milagro de la naturalidad.
Al exponer los hechos en crudo, quedan al descubierto el azaroso camino hacia el desamparo de este grupo de tullidos, la dureza de sus vidas al raso y el reverso del altruismo, “ese sentimiento teñido de educación religiosa con sus obras de misericordia, de entre las que yo había elegido las de dar de comer al hambriento y enseñar al que no sabe”, señala en este libro, más descarnado que Plaza Real safari (1995), otra de sus aproximaciones al transcurrir diario de esa esquina de la ciudad.
En un loable ejercicio de obstinada coherencia, Nazario amplía en esta última entrega de sus memorias una obra plural y extensa caracterizada por la insubordinación, la fascinación por el placer y la fina observación de la realidad. Precisamente, ese afán documental se halla en sus primeras historietas y, también, en estos últimos ejercicios literarios que nacen a partir de los diarios personales que el autor escribe, según ha confesado, día tras día desde los catorce años.

Portada de la primera edición del libro de Nazario ‘Plaza Real Safari’ (1995).
Resulta llamativo cómo todas las aproximaciones a su faceta de dibujante han insistido en el valor testimonial de sus cómics. “Nazario ha sido un documentalista”, ha afirmado el crítico Jordi Costa Vila al indagar en los intereses creativos del artista. Pablo Dopico ha señalado que su obra gráfica podría compararse “con las novelas de Balzac y sus minuciosas descripciones literarias de la sociedad francesa del siglo XIX” a la hora de reconstruir la España de los setenta.
El mismo Nazario calificó, en alguna ocasión, sus cómics como “historietas ingenuas sobre la vida cotidiana”. Al hilo de esta definición, en sus inicios, se asomó a la variada fauna urbana de la sociedad española, denunció la violencia del hombre sobre la mujer inspirándose en las noticias de sucesos del periódico El Caso y expuso la ocultación de la homosexualidad al arrimo del matrimonio católico, episodio que sacó a la luz en 'La visita', uno de los mejores trabajos de su primera etapa.
Posteriormente, puso su trazo al servicio de la descripción de la vida subterránea de la comunidad homosexual, adentrándose en sus rituales, sus modos y sus tipos urbanos, pero exhibidos no con ánimo exótico o excepcional, sino como algo acostumbrado, visible, real. Ahí radica su transgresión y, en buena medida, su carga política, tal como se descubre en el ciclo de historietas de Anarcoma, su personaje más popular, que apareció en 1977 en la revista erótica Rampa antes de publicarse con regularidad en El Víbora.
No es extraño, por tanto, que Nazario haya logrado, en su doble condición de protagonista y, con el paso del tiempo, de testigo imprescindible, convertirse en sus trabajos literarios en un generoso cronista de la España de finales del siglo XX y, en especial, de la contracultura, un fenómeno complejo y, en buena medida, improvisado que se sustentó en aventuras individuales que tratan de ser narradas (y, por tanto, salvadas) a modo de epopeya colectiva.

Instantáneas y vídeos tomados por Nazario de la Plaza Real de Barcelona, expuestos en el CAAC en 2021.
Además, tanta sinceridad (y brutalidad) acumulan algunas de sus páginas que sirven de antídoto contra cualquier intento de santificación de su figura a modo de símbolo de la transición democrática. Es una advertencia de dignidad frente a los ejercicios nostálgicos emprendidos con algunos de los protagonistas del underground, reivindicados desde el presente a modo de santos laicos que supieron sobreponerse a las tinieblas del franquismo y encauzar hacia fines más nobles el potencial caótico del movimiento contracultural.
No se trata en esta ocasión de un ejercicio de espeleología por la infancia rural, ni por la homosexualidad clandestina, ni por los años explosivos de la Barcelona underground. Se trata, más bien, de un relato de proximidad en el espacio –Plaza Real– y en el tiempo –entre 2015 y 2020– en el que es posible vislumbrar al Nazario más vulnerable, expuesto en carne viva a través de un grupo de marginales en los que cree encontrar una tabla de salvación a la vejez y el desabrigo.
“De pronto comprendí que todo había surgido de una manera automática como un sistema de defensa y readaptación que algunos llaman resiliencia. Como ocurría con mis amantes, a los que entregaba sexo y dinero a cambio de placer, la compensación que había obtenido de este escuálido grupo de alcohólicos inválidos, a cambio de la comida, había sido un quehacer, una compañía, una especie de calor, un alivio a mi soledad”, confiesa Nazario en estas Crónicas del gran tirano.