
El mundo de James Ellroy
Las sombras del Camelot norteamericano
James Ellroy se sumerge en Los seductores (Random House) dentro del depravado mundo de Los Ángeles de comienzos de los sesenta en una fábula noir que orbita alrededor del suicidio de Marilyn Monroe y su relación con los hermanos Kennedy
El secreto íntimo de las novelas de James Ellroy se resume en pocas palabras: un día perdido de su adolescencia, marcada por el divorcio de sus progenitores y la muerte violenta de su madre, su Dalia negra, a manos de un sujeto criminal y desconocido, descubrió que los mecanismos que rigen el mundo que le habían enseñado –la honorabilidad, la rectitud, el amor al trabajo, el prestigio público– eran un mero decorado bajo el que palpitaba otro universo. El mundo no era bueno, ni hermoso, ni sagrado.
Estaba regido por pulsiones irracionales –el deseo sexual, la voluntad de poder, la avaricia, la inmoralidad inherente al ser humano– que desmentían por completo la edulcorada imagen de la Norteamérica de los años cincuenta, cuando Estados Unidos inventó el sueño de una feliz Arcadia basada en el consumo que obviaba los estragos sociales derivados del capitalismo popular. Desde entonces, toda su carrera literaria, que lo ha situado como el último gran eslabón de la estirpe de escritores de novelas hard-boiled, la variante estadounidense del género negro, ha consistido en mantenerse fiel a esta primera convicción, descartando cualquier otro resumen del mundo.

James Ellroy
En este sentido puede decirse que Ellroy es un escritor netamente realista. Su territorio es la ciudad de Los Ángeles, epítome fascinante de una cultura de la imagen basada en el fingimiento moral y en la industria de la simulación, sobre todo durante las décadas del Hollywood dorado. Ya saben: estrellas de cine, decorados efímeros, cielos azules, un verano tórrido y húmedo, autovías y las infinitas palmeras salvajes que persiguen un horizonte imposible. Todos sus libros tratan del mismo asunto: los rostros de la corrupción humana. Todos son, a su vez, diferentes.
En ellos la redención es una flor extraña, aunque no imposible. Sus criaturas, igual que los personajes del Antiguo Testamento, de alguna y otra manera, pagan siempre por las consecuencias de sus actos. Ellroy no es voluntariamente un escritor moral, pero al describir juzga, condena y desacraliza sin descanso las mentiras con las que las sociedades occidentales suelen autoengañarse. Su última novela –Los seductores (Random House)– no es una excepción a esta regla. Versa sobre el Hollywood de 1962 y nos sumerge, con un talento literario indudable, en las sombras y callejones oscuros del perdido Camelot norteamericano.

'Los seductores'
Fiel a su estilo, caracterizado por una prosa directa y sincopada, inspirada en la frialdad minimalista de los informes policiales de la vieja escuela –la novela se nos presenta como una colección de esta literatura administrativa, aunque incorporando las notas personales del narrador, Freddy Otash, un detective que se dedica al chantaje y a la extorsión de los famosos, entre otros muchos vicios, como la bebida y la obsesión por la intimidad ajena–, la narración de Ellroy orbita alrededor del suicidio de Marilyn Monroe (que para muchos fue un asesinato) y de su tormentosa relación sexual con los hermanos Kennedy.
Por supuesto, estos hechos históricos son los meros señuelos de la intriga. La fábula es bastante más ambiciosa –el bestiario de Hollywood que nos regala suma hasta medio centenar de personajes, entre protagonistas y secundarios– y retrata, al modo de un gigantesco mosaico, la rutina vulgar de la urbe de los sueños, donde los mitos del cine quedan reducidos a una condición menesterosa y terrestre, los políticos aparecen sin el halo de prestigio con el que algunos de ellos han pasado a la historia y lo que sobresale es una tramoya de prostitutas, policías corruptos, soplones, chantajistas, mujeres promiscuas y hombres sin principios.

Portada de 'Detective Book' (1948), una novela pulp
Ellory logra en sus libros un raro milagro: escribir sin piedad y trasmitir, al tiempo, una de las formas más extrañas de ternura que existen. Sus personajes no dan exactamente pena, pero inspiran piedad al ignorar su condición de marionetas (a menudo voluntarias) del destino. Su prosa está alimentada por una poderosa retórica de aires bíblicos, que es una constante de la mejor literatura norteamericana: puede que Dios no exista ni haya existido nunca, pero sus términos expresivos funcionan a la perfección para describir la verdad última de las cosas. Antes y ahora.
Nadie sale bien del trance que plantea el libro: ni Marilyn, retratada como una rubia caprichosa, tonta, alcohólica, pastillera y promiscua, ni los Kennedy, hipócritas y adúlteros, ni tampoco el resto de los personajes de un espacio donde las cloacas y los atrios están estrechamente unidos. Freddy Otash, el narrador, antítesis del Philip Marlowe de Raymond Chandler, trasunto de un expolicía de Los Ángeles con el mismo nombre, que ya aparecía como la voz (figurada) de Ellroy en Seis de los grandes y Sangre vagabunda, y que también es quien nos contó el Hollywood de Pánico (Random House), la narración precedente a esta novela, se erige en Los seductores en el guía maestro de este viaje hacia la oscuridad. El lector no baja con él a ningún infierno. Su recorrido es absolutamente terrenal, aunque discurra por el filo cortante de la realidad.

'Pánico'
Otash rastrea la auténtica vida de Marilyn, incluidos sus comienzos como escort y pin-up girl, por encargo del sindicalista mafioso Jimmy Hoffa, para intentar conjurar la teoría (política) de su hipotético asesinato. A través de la actriz se desmontan los mitos asociados al sueño americano, mostrando su reverso, y se deconstruyen a los demás personajes, como Liz Taylor –que rueda Cleopatra en Italia, la película que hundiría a la Fox–, Edgar Hoover, Rock Hudson, Darryl Zanuck, el magnate de la 20th Century Fox, o Nixon, entre otros. Actores dispuestos sobre las tablas de un escenario que no es precisamente cinematográfico, sino pedestre.
El artefacto literario creado por Ellroy funciona a la perfección, causando en el lector la sensación de regresar a ese mundo perdido que, sin embargo, con otro aspecto distinto, todavía pervive en el presente. Los seductores no es una novela sobre una realidad de orden arqueológico. Si algo evidencia es que la fórmula genérica de la novela noir, cuando está alimentada por una prosa certera y cruda que tiene el aire de los salmos bíblicos, continúa enriqueciendo a la sensibilidad literaria contemporánea. En buena medida esto sucede porque Ellroy la practica sin dejar de ironizar sobre ella –véase el dramatis personae que clausura el libro– y la conecta con los subgénero de la pornografía, las novelas pulp y esas figuraciones con falsa brillantina de la California dorada. Ellroy escribe como nadie de fantasmas que están llenos de vida. Nuestros semejantes.

'El cuarteto de Los Ángeles'