En apenas dos décadas, las redes sociales han pasado de ser una curiosidad tecnológica a convertirse en el pulso de nuestra cultura popular. Y a transformar la realidad. Un día hablaré de plataformas como Airbnb. Pero es un tema largo que merece más contenido y este artículo va sobre la cultura y no otras circunstancias. En este caso, decir que plataformas como Instagram, TikTok o X no solo reflejan lo que somos, sino que moldean lo que valoramos, lo que consumimos y, en última instancia, cómo nos entendemos a nosotros mismos.

Para un observador atento, las redes son un fascinante caleidoscopio: un lugar donde la creatividad se encuentra con la superficialidad, donde las voces, a veces con mucho altavoz, como me decía un veterano periodista, ganan eco y, al mismo tiempo, donde el ruido puede ahogar la reflexión. Pero, ¿hasta qué punto han transformado la cultura popular? ¿Son las redes un democratizador de la creatividad o un tirano que dicta nuestras obsesiones? 

La cultura popular siempre ha sido un reflejo de su tiempo, desde los trovadores medievales hasta la televisión. Lo que hace únicas a las redes sociales es su inmediatez y su escala. Cualquiera con un smartphone puede crear contenido que, con algo de suerte o estrategia, alcance a millones de personas. Esta accesibilidad ha dado lugar a fenómenos que habrían sido impensables hace treinta años. Un baile inventado por un adolescente en Atlanta puede convertirse en un desafío global en TikTok. Una receta de pasta compartida en Instagram puede redefinir lo que significa “cocina casera”. Incluso un tuit ingenioso puede inspirar memes que trascienden fronteras. Las redes han roto las barreras entre creadores y consumidores, convirtiendo a cada usuario en un potencial narrador de historias. Yo creo que eso es bueno. 

Pero esta democratización tiene un lado oscuro. La cultura popular, que antes estaba mediada por editores, críticos o productores, ahora está a merced de algoritmos que premian la atención por encima de la calidad. En las redes, lo que se vuelve viral no siempre es lo más profundo, sino lo más impactante, lo más rápido de consumir. Un vídeo de quince segundos de un gato haciendo piruetas tiene más probabilidades de dominar nuestras pantallas que un ensayo sobre literatura catalana. Esto no significa que las redes sean intrínsecamente frívolas; al contrario, han dado voz a movimientos sociales, artistas independientes y narrativas que los medios tradicionales ignoraban. Pero el ritmo vertiginoso de las plataformas favorece lo efímero sobre lo perdurable, lo que nos obliga a preguntarnos: ¿Estamos creando cultura o solo contenido? ¿Hemos de dejar atrás la cultura en aras del contenido? 

Otro aspecto fascinante es cómo las redes han redefinido la idea de “autenticidad”. En la cultura popular actual, ser “auténtico” es una moneda de cambio, pero paradójicamente, esa autenticidad suele estar cuidadosamente cuidada. Los influencers, o creadores de contenido, esas nuevas estrellas de nuestra era, construyen su éxito proyectando una imagen de cercanía, de “ser como tú”. Sin embargo, detrás de cada selfie sin filtro o storie improvisado hay una estrategia: iluminación estudiada, hashtags calculados, colaboraciones pagadas. Un día ví un programa, no me acuerdo cuál era o dónde lo vi, en el que una influencer gastaba toda una mañana para tan solo una foto en la que hacía ver que corría.

Esta tensión entre lo genuino y lo performativo es un reflejo de nuestra propia lucha como sociedad: queremos ser únicos, pero también encajar. Las redes amplifican esta contradicción, convirtiendo la cultura popular en un escenario donde todos actuamos, consciente o inconscientemente. 

Las redes también han transformado cómo consumimos y reinterpretamos la cultura. Antes, un libro, una película o una canción tenían un ciclo de vida más lento, con tiempo para ser digeridos y debatidos. Ahora, todo es instantáneo. Una serie, cualquiera que sea, no solo se ve; se disecciona en hilos de X, se parodia en TikTok, se convierte en disfraces de Halloween en semanas. Esta velocidad entiendo que es agotadora.

La cultura popular se ha vuelto un río que nunca se detiene, y los que no nadan rápido corren el riesgo de quedarse atrás. Para los que buscan cultura, esto plantea un dilema: ¿Cómo encontrar sentido en un paisaje cultural que cambia cada día? ¿Es posible apreciar la profundidad cuando todo parece diseñado para ser consumido y olvidado? Aunque, como decía antes, me pregunto si hay alguien que busque cultura en las redes sociales. No sé si tan solo se busca pasar el tiempo. 

Sin embargo, sería injusto reducir las redes a un mero acelerador de tendencias. También han revitalizado formas de expresión que parecían en declive. La poesía, la ilustración, la música independiente, incluso el activismo cultural, han ganado espacios que los medios tradicionales rara vez ofrecían. En Cataluña, por ejemplo, las redes han amplificado tradiciones como los castells o la rumba catalana, llevándolas a audiencias globales que nunca habrían visitado una festa major. Este poder de conectar lo local con lo universal es, quizás, el mayor regalo de las redes a la cultura popular. 

Aun así, no podemos ignorar el precio que pagamos. Las redes sociales nos han dado un megáfono, pero también nos han atado a sus reglas. Dependemos de likes para validar nuestra creatividad, de algoritmos para ser vistos, de tendencias para ser relevantes. Esta dependencia plantea una pregunta incómoda: ¿Somos realmente libres cuando creamos en las redes? La cultura popular, que siempre ha sido un espacio de rebeldía y experimentación, corre el riesgo de homogeneizarse bajo la presión de lo que “funciona” en el feed. Como sociedad, debemos decidir si queremos una cultura que refleje nuestras pasiones más profundas o una que simplemente maximice clics

Al final, las redes sociales no son ni héroes ni villanos; son un espejo. Nos muestran lo mejor y lo peor de nosotros: nuestra creatividad desbordante, nuestra sed de conexión, pero también nuestra vanidad y nuestra impaciencia. Han transformado la cultura popular en algo más participativo, más caótico, más vivo. Pero también nos desafían a ser más conscientes de lo que consumimos y creamos. Porque en este mundo de pantallas y tendencias, la verdadera rebeldía no es seguir la corriente, sino detenerse, reflexionar y decidir qué historia queremos contar, aunque no tengamos muchos “me gusta”.