El articulista y crítico teatral Joan de Sagarra / LIBROS DE VANGUARDIA

El articulista y crítico teatral Joan de Sagarra / LIBROS DE VANGUARDIA

Letras

Joan de Sagarra, diez céntimos de soledad

El articulista y crítico de teatro, autor de las célebres rumbas (Kairós / Libros de Vanguardia), las míticas columas sobre la Barcelona de finales de los sesenta publicadas en el diario Tele/eXprés, ha muerto a los 87 años

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Uno de los privilegios del ensayo, escribe Joan de Sagarra citando a Joan Fuster, inventor del valencianismo militante, es la insolencia. “Un mínim de insolència”. Otro tanto puede –y debe– decirse del articulista atorrante, que es ese señor que, a falta de espacio disponible, y debido a la ausencia de dotes, motivación y tiempo, en lugar de dedicar un libro a un tema importante opta por derramarse en las infinitas variaciones –todas ellas fragmentarias, igual que una fuga musical– que tolera el arte de la columna de periódico.

Sagarra (París, 1938) fue uno de los indudables maestros del género en la prensa de Barcelona. Activo casi hasta el final –su última crónica se publicó en noviembre de 2021 en La Vanguardia–, aunque practicando ya ese gesto (tan coqueto) de anunciar un retiro que, por fortuna, no se consumaba nunca, el decano de los críticos teatrales, perpetuo escritor de breverías y autor para mayorías influyentes, según dicten las necesidades de la cabecera que en cada momento lo acoja, hijo declarado del ilustre Josep María de Sagarra, poeta fecundísimo y alguien capaz de dedicar más de un centenar largo de páginas a establecer su (supuesto) linaje aristocrático, cultivó con ahínco y a su manera este oficio sine nobilitate que además de permitirle conocer a mucha gente (para criticarla), disfrutar de la cultura, practicar la nostalgia –¡ah, la grandeur!– y ejercer los vicios hedonistas de un discreto bont vivant, logra retratar a partir de la fugacidad del instante la memoria de una Barcelona que ya no existe pero que permanece eternizada en las páginas volanderas de la prosa mercenaria

Como tantos otros cronistas de la vieja escuela –que parece novísima, dada la honda decadencia de la profesión–, Sagarra no tenía casi libros propios publicados. Toda su literatura es escritura hecha en, por y para los diarios de papel, esos antiguos animales mitológicos. Una crónica apresurada, pero exacta, de un momento de la historia difuminado por el tiempo. Desde La horma de mi sombrero (Alfaguara, 1997), su última colección de textos con forma de libro, Sagarra no estaba en los anaqueles de las librerías. Veintiséis años antes, en un debut más azaroso que egregio, se estrenó como autor canónico con una colección de artículosLas rumbas (Kairós, 1971)– que vino al mundo a modo de compensación por un libro de entrevistas, encargado y pagado por adelantado por el editor Salvador Pániker, que nunca llegó a culminarse. 

Aquellas columnas, publicadas en el diario Tele/eXprés, el primer periódico privado que se editó en Barcelona tras la Guerra Civil, más o menos en la época en la que lo dirigió Manuel Ibáñez Escofet, causaron sensación (que era el tono que perseguía el periódico, propiedad del industrial y financiero Jaime Castell Lastortras) precisamente por su proverbial insolencia. En ellas Sagarra, que venía de escribir en El Correo Catalán y en El Noticiero Universal, antes de pasar por la redacción catalana de El País y recalar en el diario de la familia Godó, donde publicaba sabatinas, retrataba, con las únicas herramientas de los mejores escritores de periódicos, que son el ethos y la retórica que no se nota, la Barcelona del tardofranquismo prematuro, donde se incubaba una modernidad breve y relativa y se forjó la eterna épica de la juventud que, como suele suceder, terminó convertida en un desengaño agradable únicamente para algunos de sus protagonistas: “We few, we happy few”.

Todos evocan algunos de los símbolos del universo Sagarra junior –los habanos, la devoción sentimental francesa, las placenteras lecturas, ciertas sobremesas, algunos bostezos, los mediodías luminosos del Ateneu o las eternas madrugadas de Jameson– y se exalta la condición de personaje del mayor crítico teatral barcelonés que, como sentenció cuando procedía, fue un catalán que, en el fondo, se consideraba francés. Su lectura es una delicia. El estilo de Sagarra, impresionista, libérrimo, caprichoso, firmemente desinhibido, ha resistido el medio siglo que dista desde la fecha de su escritura hasta nuestra lectura. Por supuesto, Sagarra habla en estas miniaturas de sí mismo porque sabía que el logro de un articulista, cuyo trabajo es efímero por definición, no reside únicamente en conseguir una descripción exacta o una adjetivación resistente y precisa. Está en la creación de un carácter (literario). En configuración de la voz que enuncia su propia existencia y crea, al nombrarlo, su mundo. 

El libro de Kairós, editado en rústica y “con los pies”, según su autor, en aquel momento célebre por haber inventado términos como gauche divine, cultureta patufetismo-leninismo –¿existe mayor honor para un articulista que ser recordado por ponerle el nombre exacto a las cosas, ese atributo exclusivo de Dios?–, estaba descatalogado, pero su perfume casual, su irreverencia, su flow, de alguna manera había permanecido vivo en la memoria. La editorial Libros de Vanguardia lo rescató hace unos años, devolviendo a Sagarra a las librerías con el efímero e indestructible material de acarreo de los periódicos, aunque amplificado y ennoblecido por las glosas encomiásticas –ma non troppo– de Josep María Carandell, que firmó una estupendo prólogo, y cuatro homenajes más (brevísimos) rubricados por el reporter José Martí GómezEnrique Vila-Matas, Miquel Molina y Begoña Gómez Urzaiz. 

En Las rumbas aparece, condensada, la Barcelona de 1968. Un espacio donde los hijos de las familias bien jugaban a ser rojos, la Nova Canço animaba (es un decir, claro) noches eternas, las Ramblas seguían desembocando en un mar horizontal y Copito de Nieve, el gorila albino del zoo de Barcelona, gozaba de un indudable predicamento. Es la ciudad del Bocaccio, la urbe donde el arquitecto Alfons Milá y el fotógrafo Leopoldo Pomés abrían la tortillería Flash Flash y en la que la editorial Anagrama de Jorge Herralde desquiciaba con su catálogo colorista a Lara Hernández, el antiguo legionario sevillano que acabaría comiéndose el ruinoso imperio de las insignes editoriales elitistas de Barcelona

Es en este territorio en blanco y negro, con algunas ráfagas puntuales de tecnicolor, por donde pulula, con la misma voluntad que una vieja estrella de cine negro, un Sagarra dolorido e impertinente que tenía algo de Oliverio Girondo barcelonés, criatura extraña que sale a la calle dando gritos y coge un taxi pero –así lo cuenta Carandell– “siempre pierde el tren”. Un tipo “sensible e inestable” que, a pesar de no tener libros suficientes, es un escritor genético, vitalista, un espectador airado y, a su manera, uno de esos seres excesivamente sensibles que esconden su fragilidad bajo una sostenida falta de modales. “El crítico más leído de Barcelona, y el más temido”. Un escritor de periódicos sin carné, el parroquiano recurrente  de boites como el Jazz-Colón, el Kit-Kat o el Texas

Josep María de Sagarra / DANIEL ROSELL

Josep María de Sagarra / DANIEL ROSELL

Había más Sagarras: el obstinado jugador de póker, eterno melancólico de un París perdido para siempre, igual que la infancia. Un escritor que diseminaba en sus artículos largas parrafadas en francés, con fogonazos expresivos de catalán, pero que, asombrosamente, logró una naturalidad que hizo que sus columnas, sin dejar de ser inequívocamente coyunturales, perduren. Sobrevivan. Un eterno insatisfecho que, en lugar de dedicarse al elogio aldeano de Barcelona, constataba su mezquindad y su monotonía. La vulgarización es la forma mediante la cual Sagarra contó sus días y muchas de sus noches épicas. Su existencia, que es también la de muchos otros. “El contraste entre la verdadera vida, la verdadera poesía, la verdadera política, la verdadera cultura y la degradante realidad de cada día es el recurso permanente de todos sus artículos”, afirma Carandell. 

De este naufragio Sagarra intentó salvarse gracias a los libros (como prescriptor de lecturas no tenía rival), discos antiguos de chanson y la seguridad brusca de quienes saben de antemano que es imposible llegar a nada en esta vida porque no hay –ni hubo nunca– un sitio donde ir y que la cima sólo es uno de los nombres del vacío. Su extraña maestría estribó en escribir siempre el mismo artículo y que, sin embargo, cada día nos pareciera distinto. ¿El secreto? Una capacidad innata de sugerir emoción –que es lo que hace el arte cierto– a partir de la irritación

Sagarra fue un provocador. Decía que a los cementerios de Barcelona “les faltaba vida”. Prefería quedarse out en vez de estar in. Fue un ciudadano que, de entre todos los bares posibles del Paseo de Gracia, elegía un drugstore para tomarse un café. El hombre que imaginó a Teresa Serrat, la creación femenina de Juan Marsé, en todas las mujeres con las que se cruzaba. Un sentimental que dedicó sus rumbas a una misteriosa Lady Brett “y a los trescientos veintitrés martinis que bebimos en el bar del Ritz, Place Vedôme”. Un escritor fantástico “con los intereses y pasiones del hombre común, poco amigo de epopeyas gratuitas y de retóricas luminosas, acuosas e innecesarias”. Un periodista ancien régime que iba por ahí “echando chispas” para conjurar el peligro de caer en las manos de cualquier ejército de salvación o incurrir en “el timo de la estampita”. Y, según Martí Gómez, un solitario con diez céntimos en el bolsillo.