Valentí Puig

Valentí Puig Wikimmedia

¿Esto qué es? Hablemos de arte moderno

Valentí Puig celebra a Ramón Gaya

Publicada
Actualizada

Valentí Puig acaba de publicar un nuevo poemario, en catalán, Llum enemiga (Pagés editors). Es, o debería ser, un acontecimiento. Vale la pena leer todo lo que publica este autor al que no veo nunca, pues después de crecer en Palma y vivir en Irlanda, en Londres, en Madrid y en Barcelona, se ha retirado a un pueblo de la Plana de Vic, y yo estoy a 700 kilómetros. Pero hubo años en los que lo veía cada domingo en la tertulia de Marsé y Sagarra, en la cafetería José Luis, en Diagonal-Tuset. Él en la tertulia hablaba poco, pero siempre con sensatez e inteligencia. Como muestra de su carácter, esta anécdota, un día me dijo: “Seguiré en Barcelona mientras no me cierren el José Luis”. El José Luis cerró, y, dicho y hecho, Puig se fue de Barcelona.

Volvamos al libro, a Llum enemiga. La edición incluye un epílogo a cargo del poeta Jordi Llavina, por el que siento mucha simpatía, y que es iluminador, además de entusiasta, en el que califica de “ásperos” algunos de los temas que plantean estos poemas. Y señala que la poesía de Puig, “si siempre me ha gustado tanto es precisamente porque, construida con palabras inequívocas, está siempre llena de ideas. Ideas combativas, fuertes, la mayoría de las cuales no suelen manifestarse en el discurso lírico patrio”. Tiene razón Llavina.

Luego señala un cambio de tono, o una acentuación crepuscular del tono de la meditabunda poesía de Puig. En efecto, leyendo estos versos, que figuran, por ejemplo, el paseo de un médico rural desesperado (“…Miro la terra i nomérs veig valls / eixancadas de dolor com una única llaga”) en visita a una ermita, para contemplar símbolos de una fe que no tiene.

O que se preguntan de dónde demonios viene un poema, para concluir que en el fondo da igual, mientras honre la palabra.

O que recuerdan escenas, aromas, presencias del desaparecido mundo de su infancia mallorquina…

Tiene uno la sensación de que a los vectores estoicos y hedonistas, a menudo memorialísticos, a veces sentenciosos (con voluntad de indicar qué ha de hacer uno, qué no debe hacer, en determinados momentos o frente a determinadas adversidades de la vida), al leve humor irónico que aparece puntualmente, se le suma aquí un nuevo acento crepuscular, dolorido o desengañado.

Por poner un ejemplo traduzco a continuación, a costa de perder la musicalidad y algún matiz, una pieza elegida al azar, titulada Bañera de harén: “Como las sombras que hablan, tienen recuerdos y hacen cálculos/ tú caminas por el mundo, iluso, cargado de pesadillas, fármacos/ y un pólipo. Añoras mujeres de tanta gloria aromática/ cuando salen de la ducha y se envuelven el cabello rubio/ con la toalla, turbante divino de harén fin de siècle./ Qué culos, omóplatos, muslos y ancas, qué éxito/ de los correctores dentales, qué pechos de Afrodita/ cuando ellas salen de la bañera. Pongámosle una copa/ de Louis Roederer. Es la última voluntad de la sombra”.

Le he pedido a Valentí Puig que elija una obra de arte contemporáneo que le gustaría llevarse a su casa. Me ha sorprendido eligiendo una que se compadece totalmente, en mi opinión, con los poemas de Llum enemiga. Y me escribe:

“Pondría el Autorretrato con metrónomo de Ramón Gaya en el gran salón que no tenemos, al lado del piano que nunca tendremos. La teoría de espejos es una sutileza de la gran pintura. Sólo he visto este óleo de 1979 en reproducción, y es como una añoranza imposible. La pintura de Gaya certifica que espíritu de geometría y espíritu de fineza se complementan en prueba de la grandeza y de la gloria. Son la simetrías luminosas de la finesse frente a un siglo de copias low cost, ya un siglo XXI consumido por el kitsch, sin afán selecto, desdeñoso de la armonía”.

'Autorretrato con metrónomo', obra de Ramón Gaya

'Autorretrato con metrónomo', obra de Ramón Gaya

En tonos anaranjados, vemos a un hombre maduro, en casa, mirándose de reojo en un espejo situado sobre una mesa en la que también hay flores y frutas, un vaso y un metrónomo. O sea, como en la poesía de Puig, que celebra la naturaleza, los placeres, y medita sobre sí mismo y la condición humana, sobre el paso del tiempo, sobre lo irrepetible y lo venidero. El metrónomo del óleo de Gaya sintoniza perfectamente con el “piano que nunca tendremos” de Puig.

Por cierto, que conocí a Gaya (1910-2005) en su casa de Madrid, hace décadas, no recuerdo si con motivo de una exposición de sus pinturas o de la reedición de su libro más aclamado, Velázquez, pájaro solitario. Me hizo una gran impresión. Era un hombre feo y agradable, sensible, cordial, locuaz si le preguntabas cosas, pero retraído, tendente al silencio. Era un hombre con densa historia personal. De joven había estado, con una beca, en el París de las vanguardias, pero éstas no le gustaban, y regresó. Después de la guerra estuvo en el exilio 20 años.

Es un pintor muy apreciado por algunos escritores.