El apagón que dejó a España este lunes a oscuras no fue solo un fallo técnico; fue un aldabonazo sobre la fragilidad de nuestro sistema energético y un toque de atención sobre las limitaciones de la apuesta exclusiva por las renovables. Durante horas, millones de hogares, empresas y servicios públicos quedaron sin suministro tras una caída abrupta de 15 gigavatios en la red eléctrica, el 60% de la demanda en ese momento.

Aunque Red Eléctrica aún no ha esclarecido del todo las causas, las primeras hipótesis apuntan a un exceso de producción fotovoltaica, incapaz de integrarse adecuadamente en el sistema, como el desencadenante de este colapso sin precedentes. En este contexto, la energía nuclear, lejos de ser el problema, emerge como una solución imprescindible que el Gobierno parece empeñado en desmantelar.

La narrativa oficial ha querido evitar señalar culpables con claridad, pero los datos preliminares son elocuentes. España, que ha apostado fuerte por la solar fotovoltaica, podría haber sufrido un desequilibrio provocado por un pico de generación en un momento de baja demanda. Este fenómeno, conocido como "sobreproducción renovable", no es nuevo: cuando el sol brilla con fuerza, la red puede saturarse si no cuenta con sistemas de almacenamiento suficientes o con fuentes de respaldo flexibles.

Las baterías, aún en fase incipiente, no están preparadas para absorber estos excedentes, y el bombeo hidráulico, otra alternativa, es limitado. En este escenario, la red colapsó, y las centrales nucleares, que funcionan con protocolos de seguridad estrictos, se desconectaron automáticamente para evitar riesgos mayores.

El presidente Sánchez, con su desafortunada declaración de que “las nucleares han sido un problema” durante la crisis, ha intentado desviar la atención de un modelo energético que prioriza lo ideológico sobre lo práctico. Nada más lejos de la realidad. Las nucleares, que aportan un 20% de la electricidad española con una estabilidad envidiable, no causaron el apagón; al contrario, su ausencia en el momento crítico agravó la situación.

Reactivar un reactor nuclear tras una parada de emergencia lleva tiempo, pero esto no es un defecto, sino una garantía de seguridad. Lo que sí es un defecto es la falta de una red preparada para gestionar los vaivenes de las renovables y la decisión política de cerrar las nucleares entre 2027 y 2035 sin alternativas sólidas.

La fotovoltaica, pilar de la transición energética, tiene virtudes innegables: es limpia, cada vez más barata y abundante en un país como España. Pero su intermitencia y su dependencia de condiciones climáticas la convierten en una fuente que, sin un respaldo robusto, puede desestabilizar el sistema. El apagón del lunes es la prueba. Mientras, países como Francia, con un 70% de su electricidad procedente de nucleares, apenas sintieron el impacto de la crisis europea. La nuclear no es una panacea, pero su capacidad para generar energía constante, sin emisiones de CO2, la hace indispensable en un mix energético equilibrado.

La obsesión del Gobierno por desmantelar las nucleares, empezando por Almaraz en 2027, obedece más a compromisos ideológicos con el ecologismo dogmático que a un análisis racional de las necesidades del país. La transición energética no puede ser un salto al vacío.

Necesitamos más inversión en almacenamiento, redes inteligentes y, sí, mantener las nucleares operativas hasta que las renovables puedan garantizar estabilidad. La alternativa es seguir expuestos a apagones que no solo paralizan la economía, sino que erosionan la confianza de los ciudadanos en un sistema que debería ser su orgullo, no su talón de Aquiles.

El apagón ha sido un aviso, pero también una oportunidad para replantear nuestra estrategia energética. La fotovoltaica debe crecer, pero no a costa de sacrificar la fiabilidad. La nuclear, lejos de ser un lastre, es un activo que no podemos permitirnos abandonar. Escuchemos la lección del 28 de abril: la ideología no enciende las luces.