El “ser para la muerte” de Heidegger, en clara sincronía con la “pulsión de muerte” en relación con el Eros y Tánatos de Freud, condicionan al hombre hacía la trascendencia. No por ser tiempos de Cónclave, sino por ser consustancial a lo propiamente humano, nuestra especie específicamente (o así parece hasta el momento, salvo por algunos “ritos” funerarios en elefantes) es incapaz de obviar el sueño de una realidad que supere lo físico ante el irremediable miedo ante la muerte.
La evolución cultural, como continuación y partícipe de la propiamente biológica (entendida ésta como un todo) está consiguiendo que el hombre siga persiguiendo la trascendencia, no solo pro futuro, sino también electrónicamente de presente.
El enchufe o la vida. Eso parecían reclamar nuestras débiles psiques este pasado lunes veintiocho de abril. Indefensos ante la falta de comunicación, aburridos por la ausencia de dispositivos electrónicos y, al mismo tiempo, ociosos por no poder trabajar, el “gran apagón” dejó en evidencia el sustrato de conceptos teóricos que cada vez invaden más cualquier esfera del conocimiento humano: particularmente en lo jurídico.
Ante la superación del dualismo cartesiano de cuerpo y mente nos hallamos ante la “venganza” freudiana de una aparente “doble” personalidad en la cuasi totalidad de la población: la real y la electrónica. En las antípodas de la “petite mort” el gran apagón fue una suerte de “muerte a plazos” o mutilación no dolorosa. Todos quedamos huérfanos de nuestra sombra digital y, para mayor gravedad, de todo campo semántico electrónico (luz del baño incluida).
Aunque jurídicamente es evidente que la personalidad no cambia por el uso de cualquier tecnología (es “una” y la identidad digital no deja de ser una manifestación de la real, no debiéndose confundir con la identidad virtual, que como nos sorprenden los influencers, sí es susceptible de valoración económica), nuestra sociedad hace tiempo que tonteó con los inicios del transhumanismo, y a falta de luz, no son buenas tortas.
Ante esta, quizá en exceso exagerada, ansiedad electrónica surgen las, no menos humanas, suspicacias de las conspiraciones y la búsqueda de causas. Cuasi todos centrados en Putin y eventuales avisos coercitivos en pro de unas mejores condiciones negociadoras frente a Ucrania (y un mayor servilismo de la UE a sus intereses), pasando por represalias israelís por el desprecio armamentístico o en una jugada de Trump que busque el sometimiento de Europa a sus intereses (menos intervencionista que el Proyecto Islero y el atentado a Carrero Blanco), si algo fue común entre el grueso de la población fue la inquietud y la sensación de vulnerabilidad.
La alternativa al ciberataque es el esperpento nacional (con tintes de chirigota) que, según varios artículos con tecnicismos en la materia, y opiniones de valor añadido como las del exministro Jordi Sevilla, se debió a que nuestro sistema no estuviere totalmente adaptado al “mix energético” entre renovables (intermitentes por definición) y el resto de fuentes y la ausencia de sincronía que necesitan los generadores.
En el exceso no hay virtud, y las renovables nos han vuelto a demostrar que no pueden ser la única solución excluyendo a la energía nuclear (origen de la procedente de Francia, en su mayoría, y que nos ayudó a reactivarnos… junto a la energía fósil marroquí). La coherencia implica no aprovecharse de lo del vecino (véanse centrales nucleares) haciendo dogmatismo con las soluciones para la propio.
Ante los sucesos, y a falta de aclararse (si se hace) la causa de tan dantesco suceso, una reflexión a realizar son las severas consecuencias que tiene lo acaecido en relación con nuestra soberanía nacional y defensa. Se mire por donde se mire, hemos sido profundamente débiles y nuestro talón de Aquiles se ha vestido de gala con calzado fosforito.
Invertir en defensa no implica sólo la compra de tanques y munición (la reindustrialización y remilitarización europea, no deja de ser, en no poca medida, un rescate encubierto a Alemania) sino, también, ser capaces de sortear graves inconvenientes para la propia supervivencia nacional con solvencia y sin dramas. Si no ha sido un ciberataque en apariencia (y sin querer practicar, en exceso, la todología propia de los debates en televisión), la alternativa no es mucho mejor, y se llama ridículo.