Francia no es una nación mediterránea. Sea por el cuasi total imperio de la mantequilla sobre el aceite o por la mayor extensión de la costa atlántica (y de su clima) sobre la mediterránea, Francia no es una nación gemela de España o Italia sino, en esencia, un vecino con gran parentesco (cuestiones que el chovinismo siempre recuerda y publicita). La costa francesa mediterránea, tanto en historia como en idiosincrasia, está compuesta por retales “de otros países”. Así, el Rosellón, y la Occitania en general, siempre estuvieron más en el ámbito hispánico, mientras que la Costa Azul (Niza entró a formar parte de Francia a finales del XIX) no deja de ser una prolongación de la Liguria italiana (por no hablar de las férreas tradiciones taurinas de Arles y Nimes o del flamenco de Montpellier o la Camarga, destacando el peregrinaje gitano a les Saintes-Maries-de-la-Mer, las vírgenes gitanas, hacia finales de mayo). Con todo, si hay algo que destaca, por su omisión (todo lo contrario que los peajes), en la señalización de las carreteras francesas, viniendo desde Barcelona, es la ausencia de Marsella en los carteles.
En el imaginario colectivo actual, no sólo francés, Marsella ha acontecido una suerte de ciudad de Dite dantesca. Todo el mundo sabe dónde está y ninguna ciudad se le quiere parecer. Ya en 1793, un miembro de una delegación del Convención Nacional llegó a afirmar que: «Marsella no tiene cura a menos que se deporte a todos sus habitantes y reciba una transfusión de hombres del norte». Josep Pla, autor al que admiro, escribió, incluso, que nadie criticaba la “limpieza” que la Francia de Vichy hizo en la ciudad (aunque ello implicara, omite, que varios habitantes de Le Panier o de Saint-Jean acabaran en campos de concentración).
La milenaria ciudad focea (la más antigua de Francia) es la antítesis del concepto anglosajón de melting pot o crisol de culturas (tan, orgullosamente, descrito por los teóricos de EEUU, por ejemplo, pese al consabido “respeto” del imperialismo inglés por lo indígena). Se trata, y ahí estriba el mayor peligro para ciudades como Barcelona, de un ejemplo claro y notorio de desintegración cívica, donde el centro urbano ha sido cuasi totalmente abandonado en pro de la inmigración y donde las normas (no sólo cívicas, sino también culturales) propiamente europeas han perdido terreno ante una nueva realidad, todo ello aunque el “problema marsellés”, sea por la propia configuración nacional francesa, un “mal” endémico de hace siglos, habiéndose percibido lo oriundo de la gran ciudad mediterránea siempre como grotesco (un poco como lo napolitano, quién sabe si, en parte, acentuado también por la migración italiana presente desde hace siglos).
No falta de evocadores monumentos (como el castillo de If, inmortalizado por Dumas en El Conde de Montecristo, la Vieille Charité con sus museos o el propio Vieux Port), la escapada a Marsella tiene un fuerte componente iniciático y de espejo. La exposición ante las mafias que controlaran a las madres mendigas con “hijos” pidiendo (práctica erradicada en España desde hace años), la muy estereotipada sensación de inseguridad local, así como la proliferación de bazares orientales en las calles comerciales no dejan de ser un lago en el que reflejarse la narcisista Europa. Se reniega de Marsella por miedo a la realidad.
El sacrosanto continente-museo europeo está perdiendo sus esencias patrias, se dice, cuando, en verdad, con o sin interés, estamos cegados ante una necesaria evolución que pasa por la integración planificada (guste o disguste). La formación de gigantescos guetos desestructurando los cascos urbanos de las ciudades es una realidad cuasi unánime en todas las grandes urbes europeas (no solo por la inmigración, sino también, en el caso de Barcelona muy especialmente, por el turismo).
El biológico racismo de cualquier ser humano falto de educación adecuada al respecto no puede implicar también al urbanismo. Las bondades del mestizaje, demostradas por la genética, en base a la mayor salubridad de las poblaciones con mayor variabilidad en los genes, deben ser contempladas, no desde el buenismo, sino desde el realismo, fomentando el control de lo inevitable.
Como ya sucediera en otras épocas, véanse las crisis migratorias en el Bajo Imperio Romano con las “invasiones” bárbaras, la predisposición al rechazo ante lo ajeno que viene de fuera es una gigantesca bomba de humo por la que tapar las vergüenzas: véanse entre todas ellas, el problema de la baja natalidad y escasa conciliación familiar para la crianza de la prole o, el menos tratado, problema del exceso de domesticación de la población joven europea (discusiones sobre el restablecimiento del servicio militar obligatorio al margen).
La verdad ofende y “los miserables” (en lo económico, que no necesariamente en lo moral, y siempre parafraseando a Víctor Hugo y a su obra inmortal) no son agradables al ciudadano europeo de clase media para arriba.
De alguna forma, por ejemplo, al abandono de la carne por muchos por no poder afrontar la necesaria muerte del animal (circunstancia que en los pueblos se sanaba con el acto público de la matanza, donde los infantes, por ejemplo, sujetaban al cerdo por el rabo), cada vez se le unen más considerandos que aflojan al europeo medio nutriéndole de una domesticación que excede de la netamente evolutiva que nos configuró como tales (y que nos quitó el pelo y la agresividad excesiva de nuestro primos primates, véase los chimpancés, configurándonos como sempiternos simios subadultos pelones propensos al aprendizaje).
Lo foráneo siempre ha sumado tanto histórica como biológicamente, otra cosa es que lo más fuerte siempre ha prevalecido, igualmente, sobre lo más débil, y que Marsella es profundamente europea, pues nos muestra nítidamente nuestros problemas y por qué los Miserables no cantan la Marsellesa.