Ayer, España entera se apagó. Literalmente.

Un apagón generalizado nos dejó sin luz, sin cobertura, sin internet. Sin mundo. Y, durante unas horas que parecieron eternas, todos quedamos suspendidos en una especie de limbo primitivo. En ese silencio eléctrico, se hizo evidente algo que solemos pasar por alto: nos cuesta demasiado estar desconectados.

La ansiedad fue inmediata. Abrimos el móvil —una, dos, diez veces— esperando ver esas pequeñas barras de cobertura que, sin darnos cuenta, se habían convertido en nuestras nuevas constantes vitales. Nada. Silencio. Y entonces nos golpeó una sensación brutal de orfandad. Estábamos ahí, con el aparatito brillante entre las manos, y por primera vez entendimos su poder real: no era solo un teléfono, era la prótesis digital de nuestra vida. Sin él, nos volvimos vulnerables, torpes y desorientados.

Paseando por Barcelona, vi algo tan surrealista como inquietante: gente que caminaba por las calles con el móvil aún en la mano, mirando la pantalla como si de pronto algo fuera a revivirlo. Pero no había nada. Solo la imagen de una sociedad desconectada que, en lugar de levantar la vista y respirar, se quedó atrapada en la espera de una señal que no llegaba.

Algunos, desesperados, corrieron a los pocos locales que habían abierto, como si ahí fueran a encontrar oxígeno. “¿Tenéis transistores?”, preguntaban con una urgencia casi bélica. Tuvimos que hacer una recolecta entre compañeros para juntar los pocos euros sueltos que nos quedaban. Porque sí, también se fue el acceso al dinero. Ayer descubrimos que ni siquiera podíamos pagar un café sin conexión. Qué ironía: en la era del todo digital, no supimos sobrevivir al apagón.

No fue una jornada de desconexión voluntaria. No fue un retiro espiritual ni una oportunidad de reconectar con el mundo real. Para muchos, fue una montaña de ansiedad, un naufragio emocional en el que no supimos nadar. Quedamos expuestos. Nos quedamos al desnudo. Le demostramos que somos adictos. Que vivimos enchufados a una red que, si se apaga, nos deja en la más profunda oscuridad.

Y es ahora, cuando la señal vuelve de forma paulatina, cuando deberíamos preguntarnos: ¿qué queda de nosotros cuando se va la luz?