El señor Ramon Espadaler i Parcerisas (Vic, 1963), antiguo factótum de Unió Democràtica y actual conseller de Justicia y Calidad Democrática del Gobierno de la Generalitat de Cataluña, ha dicho que Salvador Illa representa actualmente más o menos lo mismo que la Convergència de los buenos viejos tiempos.

Y no solo se ha quedado tan ancho, sino que nadie en el PSC parece haber fruncido el ceño o levantado el dedo para corregirle, lo que me lleva a preguntarme si será verdad lo de que quien calla, otorga.

De ser cierto lo que afirma Espadaler, volveríamos a los ya lejanos tiempos en que muchos votamos a Pasqual Maragall en las elecciones autonómicas convencidos de que se trataba de la alternativa a Jordi Pujol y luego vimos que más bien parecía el heredero, como demostró con su exigencia de un nuevo Estatuto que no había pedido nadie, iniciando, en cierta medida, el sindiós independentista que tendría lugar algo después.

Me gustaría escuchar a Illa desmintiendo la opinión de Espadaler, pero algo me dice que puede salirme barba esperando el comunicado, dada la actitud complaciente del president con los nacionalistas, a los que trata con un respeto que no es correspondido, ya que los lazis solo lo citan para ponerlo de vuelta y media.

Impasible ante el desprecio y el insulto, Illa, obedeciendo tal vez al legendario síndrome de Estocolmo de los sociatas catalanes, se prodiga en gestos inútiles hacia los independentistas para demostrar que es el presidente de todos (algo, por otra parte, imposible de conseguir: cuando presides algo, desde un paisito a una escalera de vecinos, siempre hay una mitad del personal que te detesta; así funcionan las cosas: cuando mandan unos, los otros se lamentan e insultan, pero deben esperar a las próximas elecciones para ver si las ganan y pueden entonces satisfacer a la mitad de los votantes, los que piensan como ellos y, por consiguiente, les caen bien).

Nunca le pedí a Salvador Illa que fuese el presidente de todos los catalanes. Yo quería, iluso de mí, que lo fuera de los catalanes como yo y actuara en consecuencia, ganándose el odio y el desprecio de los perdedores de las elecciones (bueno, eso es innegable que lo ha conseguido).

No quería un santurrón empeñado en quedar bien con el enemigo, aunque respeto su profunda religiosidad progresista, tal vez inspirada en los razonamientos del difunto Alfonso Carlos Comín y sus Cristianos para el socialismo. No quería la versión catalana de Ned Flanders, el vecino meapilas de Homer Simpson.

No le negaré a Illa que ha procedido a unos cambios, de tono simbólico, que son muy de agradecer, como restaurar la buena educación con los Reyes de España (en vez de dar la espantada, como sus predecesores a la hora del besamanos y que solo volvían a ser vistos cuando servían la cena), recolocar banderas nacionales donde habían sido hechas desaparecer por los lazis, introducir un poco de normalidad en las Creus de Sant Jordi (véase la concedida a Loles León) y, en general, adoptar un tono amable y cordial en toda situación (sus antecesores se pillaban unas rabietas del quince ante la menor contrariedad ideológica).

Aunque me irrita su fidelidad perruna a Pedro Sánchez (que puede costarle cara si el señor presidente acaba enredado en las trapisondas de los tres tenores, Cerdán, Ábalos y Koldo), prefiero no salirme del ámbito catalán. Por ello, me irrita más cuando lo veo pedir a la justicia española que actúe con diligencia a la hora de aplicar las amnistías, a ver si Carles Puigdemont puede volver al terruño cuanto antes.

Yo creo que eso le tocaría pedirlo (o exigirlo, como es su costumbre) a Jordi Turull, no a él. Y de verdad que no entiendo tanto interés en acariciar el lomo de unas bestias que se lo comerían sin dejar ni un hueso. ¿Pero este hombre no se ha dado cuenta de lo que tiene delante? ¿Acaso considera personas razonables a los fanáticos, irresponsables y majaderos que nos montaron el numerito de la independencia hace ocho años?

Una última cosa. ¿Se encuentra cómodo con lo que Ramon Espadaler piensa de él? Si no es así, ya tarda en llevarle la contraria.