Lluís Prenafeta (i) junto al expresidente catalán Jordi Pujol en una rueda de prensa de 1990

Lluís Prenafeta (i) junto al expresidente catalán Jordi Pujol en una rueda de prensa de 1990 EFE

Política

Lluís Prenafeta, Arlequín o la forja de un destino

El en su día número dos de Jordi Pujol fue detenido en el marco de la operación Pretoria, un caso de corrupción urbanística; cumplió un mes de arresto en Soto del Real y restituyó cinco millones de euros

Más información: Muere Lluís Prenafeta, ex 'mano derecha' de Jordi Pujol, a los 86 años de edad

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La noche de junio de 1980, en la que Convergència Democràtica de Catalunya (CDC) ganó las primeras elecciones democráticas al Parlament, Jordi Pujol se subió al capó de un coche aparcado junto al Hotel Majestic para confirmar su victoria ante un grupo reducido de seguidores y curiosos. Cuando aseguró lo que ya había adelantado en su famoso encuentro en Esade, en plena Transición (“Hasta ahora hemos hecho país y, a partir de ahora, haremos política”), Lluís Prenafeta le seguía con la mirada, al modo de los spin doctors en las estancias de masaje y confesión off the record.

CDC había resuelto, en el avant match, el pacto con el entonces líder de ERC, el profesor Joan Hortalà, que le permitía a Pujol gobernar en coalición, presidir la Generalitat y acabar con el espectro de la izquierda, el PSC de Joan Reventós, con la muleta de un PSUC, en caída libre.

Se dio cuenta de que al fin la nación ganaba a la izquierda. Ni se lo planteó. Heredaba la Generalitat provisional de Tarradellas y les dijo a sus fieles aquello de “mañana por la mañana al despacho”.

En la antigua Diputación, un arquitrabe de legajos republicanos y medallas de honor del Antiguo Régimen trasladado al Palau, convivían gatos con ratones. Tarradellas había tenido el tiempo justo de idealizar la autoridad de su mandato. Pujol, por su parte, aconsejado por Lluís Prenafeta, lanzó de entrada una mirada internacional, tranquilizando a la representación diplomática de los EEUU, temerosa de una Cataluña izquierdista, poco después del intento de sorpasso en la Italia de Berlinguer. 

Pujol hablaba de la socialdemocracia nórdica en público, pero en privado se confesaba en el hombro de su amigo, un militante del partido nacionalista, aquel Lluís Prenafeta, ex secretario general de la Generalitat de Cataluña, nacido en Ivars d’Urgell en 1939 y fallecido ayer a la edad de 86 años. La suya fue la progresión de la princesa, vestida de Cenicienta. Encendió las luces de la eterna  representación y, en su caso, cercenó rostros. Cuando, al cumplir 51 años, anunció vagamente su intención de abandonar la política, le confesó públicamente a Mercè Beltrán que era un gran lector de Maquiavelo y Leopardi, amante del buen vino, como recuerda hoy la edición de La Vanguardia.

Nunca olvidó el legado de José Fouché -añado por mi cuenta y buena tinta- en los años del Termidor revolucionario de Francia; él era el hombre del siempre sí, Arlequín, un emprendedor disimulado y vinculado a la empresa de curtidos Typel, propiedad de su familia, con fábrica en Centellas, la puerta grande de la comarca de Osona. La mano derecha que gobernó la agenda del líder sin ningún complejo y sin ningún empacho. Lo supo todo y apechugó con todo. Su reinado en la sombra duró más de una década. En 1992, cuando la joven Convergència de Artur Mas y compañía destronó a Miquel Roca, el mundo supo que la renuncia del jurisconsulto racionalista era el principio del fin de un equilibrio inestable. Prenafeta contuvo el aliento de felicidad, pero ni él mismo sabía que su retorno era impensable. Muy pronto cogió la puerta, sin dejar de ver y aconsejar a su jefe de filas y sin dejar de afirmar que su propio padre contribuyó a empedrar la calle Balmes. ¿Una herencia de mano callosa?

De hecho, cuando empezó el baile de millones del desembarco del KIO de Javier de Rosa, el exsecretario plenipotenciario asesoraba y aún mandaba. Prenafeta había creado Catalunya Ràdio, el despliegue de los Mossos d’Esquadra, las Loterías catalanas y TV3, con la ayuda de Carles Vilarrubí, un joven economista, entonces ejecutivo de Prado y Colón de Carvajal, la mano monetaria del Rey emérito y más adelante presidente de la Banca Rothschild en España.

La exótica fusión entre De la Rosa y el Govern de la Generalitat fructificó en el parque Busch, la actual PortAventura y el financiero fundó Grand Tibidabo, una hólding de la que colgaban los negocios de servicios. Por un momento, se hacía realidad una gran corporación industrial, el intento fallido de Duran Farell, años antes, a través de Hidruña y Gas Natural (la actual Naturgy). Pero el intento se frustró en sede judicial. De los manejos entre el vértigo de los negocios y la política nacionalista tuvimos tantas pistas, como de los enjuagues de Prenafeta en el alambre que une la vida real con la financiación de los partidos políticos.

Por el lado estrictamente financiero, el número dos de Pujol presentó un proyecto bancario de la mano de los accionistas de Chupa Chups, los Bernat, que fue oficialmente presentado en el mórbido salón modernista de la Casa Batlló, hoy convertida en museo urbano de visitas, bodas y bautizos.

La figura pública de Prenafeta decaía, pero el mito se mantenía. Muchos se preguntaron entonces quién se ocuparía, no ya de la agenda de Pujol, sino de sus negocios particulares mal administrados por la primera dama, Marta Ferrusola, bajo la influencia del primogénito de la familia, el huidizo Jordi Pujol Ferrusola.

Pero en el otoño de hojas muertas de 2009, Prenafeta fue arrestado en el marco de la operación Pretoria, un caso de corrupción urbanística en el primer cinturón del Área Metropolitana de Barcelona. Cumplió un mes de arresto en Soto del Real y restituyó cinco millones de euros. El malhadado fin de ruta se quedó solo en mohín. Fue entones cuando aseguró que Pujol -más allá de la herencia de su padre, Florenci, depositada en Andorra- no había tocado un céntimo de dinero público; y retocó su examen de conciencia en la tragicómica coda del diletante Pujol Ferrusola.